Uno de los temas que más controversia ha generado, en cuanto a política pública se refiere durante las últimas décadas, es el debate frente a la privatización de las empresas nacionales. Desde que en los años noventa se abrió la puerta a la venta de los activos estatales, han surgido voces a favor y en contra de estas medidas.
Ahora bien, ¿es adecuado, o no, vender las empresas públicas?
Lo primero, es no simplificar la situación. En una operación financiera y estratégica tan compleja, no se puede hablar en términos de negro o blanco; los detalles de las negociaciones son fundamentales, y los acuerdos a los que se llegan pueden ser tan diversos, como lo son los resultados de largo plazo.
Colombia comenzó con la venta de sus activos en la década de los 90. La primera de ellas se hizo en el gobierno de César Gaviria, después de que los apagones de luz pusieran al Estado bajo una gran presión. Situación que resultó en la venta de activos importantes del sector de generación eléctrica (no obstante, las mayores empresas, ISA e ISAGEN siguieron principalmente en manos públicas hasta el 2010). Sin embargo, en la década de los noventa se vendieron la mayor parte de bancas nacionales, después de que la crisis de deuda hipotecaria (sistema UPAC) golpeará las finanzas de los bancos públicos.
La segunda ola de privatizaciones del país se dio con Telecom y Colpuertos, lo que eliminó los monopolios estatales de telefonía y de puertos en Colombia. Durante los Gobiernos de Andrés Pastrana y Álvaro Uribe se vendieron además de las ya mencionadas empresas públicas, Bancafé, Ecogas, Granahorrar, Centrales eléctricas de Norte de Santander y las electrificadoras de Cundinamarca y Santander. De estas ventas, según lo reporta el medio de comunicación Las 2 Orillas, se originaron $13 billones de pesos para el gasto público en aquel entonces.
De las ventas más recientes está la participación del 10% de las acciones de Ecopetrol; y como lo reportó El Espectador, la venta del 57,6% de las acciones de Isagen por $6,5 billones de pesos a la multinacional Brookfield en 2015, dineros que iban a ser usados para capitalizar los cierres financieros para la segunda y tercera ola de las carreteras 4G.
Respecto a esta historia de ventas estatales, hay fuertes críticos y otros muy optimistas. Lo cierto es que algunas ventas fueron estratégicas, y permitieron rescatar empresas públicas, como lo fue el caso de la Empresa de Energía de Bogotá. Según una noticia publicada por el Espectador en septiembre de 2016, se vendió la mitad de su participación y se reorganizó bajo la figura de Codensa. Esta fue una jugada que permitió que el Estado no tuviera que poner dinero para su funcionamiento.
Lo cierto es que, las ventas de las empresas estatales se deben hacer con planeación y de manera estratégica. Lo primero, es venderlas con el fin de volverlas más rentables y eficientes, en un contexto en que no tengan que ser rematadas por bajos precios; y sobretodo, que los recursos que consiga el estado, no vayan a engrosar las arcas del Estado , sino en la compra de los activos de infraestructura pública (como es el caso de Isagen y las carreteras 4G). Tal como lo dijo Sergio Clavijo, director de la Asociación Nacional de Instituciones Financieras, Anif, en análisis para el diario La República, “para obras extraordinarias, se requieren recursos extraordinarios”.
A final de cuentas, no es un asunto de bueno o malo, de un capitalismo salvaje o de una burocratización de la economía. Es un tema de estrategia y finanzas, donde se debe tener en cuenta los intereses del Estado y de los consumidores. En una buena negociación, todos salen ganando. El Estado genera recursos suficientes para financiar infraestructura; los inversionistas privados adquieren un negocio a un precio justo, lo capitalizan, y crean más trabajos y beneficios para los accionistas; y los consumidores adquieren un servicio de mejor calidad y a un buen precio.
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